Coronación


El ajedrez no es un juego y mucho menos un deporte: es un esquema. Es una representación simbólica, cuya dinámica está en una lucha de fuerzas equivalentes: la Ley y el deseo. La Ley, por ponerle nombre a una de las fuerzas, es en realidad el conjunto de limitaciones y permisos propios de cada elemento del esquema. 
Un tablero, con sus piezas en posición inicial, nunca es algo quieto. Sólo puede decirse que está a la espera de un desequilibrio, ya que todas las fuerzas están en juego aunque no haya jugadores. Las leyes están ahí, luchando unas con otras en la más extrema de las equivalencias. Sin embargo, en esa estática están implicadas todas las jugadas posibles. 
Desde la posición inicial hasta el jaque mate o tablas, el esquema se subdivide en instancias. Ante cada movimiento, el Todo adopta una configuración nueva que sólo se distingue del instante anterior por el cambio de posición de uno de sus elementos. En la mayoría de los manuales de ajedrez, aparece expresado el jaque mate como el objetivo del juego, lo cual no puede más falso. El objetivo de un esquema no es vencer al rival, porque el rival es también parte de la representación. El objetivo es simbolizar.
En términos de duración de la instancia “ajedrez” entre dos participantes, podríamos hablar ya no de objetivo propiamente dicho sino de cierre de la representación: el jaque mate o las tablas. Luego de lo cual, todo el esquema es devuelto a la posición inicial, pero ninguna de las leyes y las fuerzas quedará debilitada ni modificada. 
De todas las limitaciones y los permisos del ajedrez (sus reglas propiamente dichas, mezcla de física y metafísica), hay una muy poco frecuente que quiebra cabalmente con la equidad de las leyes: la coronación de un peón. Este evento implica el despropósito de la resurrección de una pieza eliminada, o lo que es peor, su reduplicación. Importa un desequilibrio más inquietante, una fantástica superstición que tiene de revolucionaria lo que los jugadores tienen de conservadores. 
Lo que el peón no advierte ni advertirá nunca (incluso a sabiendas de su condición de engranaje sujeto a los caprichos de la representación) es que su coronación nunca será una metamorfosis, sino algo más parecido a un enroque metafísico: ya que su cuerpo glorioso, adornado de falsos laureles, será desplazado al margen del esquema para ser reemplazado por el maldito zombie que vendrá a imponer su fe en el sistema nobiliario. Y mientras la segunda reina o el tercer caballo ejercen la potestad del jaque, el marginado fantasea con alguna vez resucitar al compañero muerto y abolir la monarquía.

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